domingo, 24 de junio de 2012

Frío










Hace calor. Sí. Nunca habíais sentido un calor parecido a este. Será porque la primavera llegó en pleno invierno, en el mes de enero, cuando los copos pálidos trataban de enfriar vuestra piel. Para vosotros, desde entonces, el frío desapareció. Desaparecieron las lluvias, la nieve, los vientos, las temperaturas negativas y el agua fresca. Desaparecieron los helados, el hielo, las corrientes occidentales que paralizaban el cuerpo.

Desapareció de todos lados, sin explicación y, por un momento, el mundo dejó de ser hostil. Pero había un lugar donde el frío no se extinguió, un lugar oscuro, lleno de emociones y sentimientos presos, inquietantes,  relativos, desesperados y ahogados. Ese lugar era Yo.

Y en mí se iba almacenando la frialdad que había desaparecido en el Universo, y fui congelándome poco a poco. Primero me convertí en un hombre de piedra para dar paso, después, a la más perfecta figura esculpida en un iceberg. Los barcos chocaban conmigo y, lo que era más preocupante, los trenes se alejaban de mí y perdía uno tras otro, mientras el sol se escondía para no verme más. Y así me pasé la vida, alejándome de las personas, refugiándome en mi gélido ser, rechazando toda calidez.

 Y me consumí. Pero el dolor de mi alma apagada no era comparable al que sufrí en vida. La muerte parecía agradable, la tierra no estaba hecha para mí  y la soledad, mi única y mejor amiga, iba a estar presente tanto en un sitio como otro, por lo que no perdía nada.



No obstante, recuerdo algo extraño que ocurrió minutos antes de que mi frío corazón quedara inmóvil definitivamente. Y no sabéis cómo de extraño me sentí yo a la vez. Ella entró por la puerta. Sin decir palabra, se sentó a mi lado y agarró suavemente mi mano, mientras inclinaba su cabeza hacia mí, acompañada de una mirada de compasión y lamento que no pudo ocultar.


Me mantuve en silencio, con miedo quizá, tal vez expectante por la magnitud de las palabras que, predecía, iba a dedicarme. Ella, firme como siempre, sin titubear y con los ojos clavados en los míos sin dejar escapar siquiera un parpadeo, me dijo:

“Te estás congelando por tu culpa. Eres preso de ti mismo, te has matado. Vine para dártelo todo y me rechazaste, te regalé mis labios y no pudiste soportar el calor que desprendían. Te quise y rechazaste mi presencia, huiste de todo lo que te recordaba a mí. Borraste mi nombre de tu diccionario, y seguro que ahora no sabes ni cómo me llamo. Desapareciste de mi mundo y me odiaste sin saber muy bien por qué. Y aquí me tienes, a tu lado. Porque tú eres de hielo y no te importa nadie más que tú mismo, pero nunca me enseñaron a olvidarte. Y de eso yo no tengo la culpa. Nunca la tuve.” 


Tras esas palabras, justo cuando en mi boca iban a retumbar los sentimientos, justo cuando iba a contarle la verdad, el fuego que de repente se reavivó en mi interior con su mirada no pudo retener el frío que ya, muchos años atrás, se había apoderado de mí; por lo que, con un halo de vida, la acerqué a mi boca y le dije adiós. Y ella supo que lo había conseguido aunque tarde, ya que el calor que, por primera vez en toda mi existencia, desprendió mi aliento significaba “lo siento”.


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