En pleno siglo XXI, e inmersos en una crisis devastadora que
a todos nos ha dejado desalentados, aún queda hueco para la esperanza. Suele
decirse que la esperanza es lo último que se pierde. Sin embargo, esta sabia
frase tan solo está reservada para unos pocos, para los más fuertes, para los
que cargan en sus espaldas todo el peso de la vida y tiran para adelante pese a
las adversidades, con mucho o con poco esfuerzo.
Sin embargo, y dejando aparte una situación desagradable que
no podemos obviar, los periódicos se han cargado de malas noticias y malas
sensaciones. Abrir la página de cualquiera de ellos supone enfrentarse a una
dura realidad que ha sido invadida por lo trágico de todo lo que nos rodea.
Pero…¿dónde quedan las buenas noticias? ¿Qué hay de ellas?
Una buena estrategia para desestructurar la moral colectiva
es hacernos creer que nada de lo que estamos viviendo tiene solución y que es
mejor sumirse en el conformismo y la desazón de quien no tiene a qué aspirar.
Los informativos, sin ir más lejos, nos muestran cómo las catástrofes
naturales, la falta de dinero o las acciones humanas inmorales han adquirido
una posición privilegiada en cuanto a los criterios establecidos para convertir
cualquier hecho en “noticia” como tal.
Y, aunque parezca que no es así, “noticia” puede ser desde
lo más insignificante hasta lo más grandioso. Os explicaré una cosa que viví
hace unos meses y que, por no ser aterrador, no se considera hecho informativo.
En medio de un Madrid ajetreado, con toda la multitud
pasando indistintamente de un lado hacia otro, un mendigo, sentado en un portal
apenas visible, pedía, por favor, comida. Ya no era dinero (siempre suele
aparecer el típico comentario de “a saber para qué quiere el dinero, seguro que
es para droga"), sino que imploraba que alguien satisficiera la necesidad más
básica y fundamental de las personas: lo que a muchos nos parece tan simple, el
mero hecho de alimentarse. Sin un pan que llevarse a la boca, ya no queda hueco
para la dignidad o la vergüenza: es vida, o muerte. Y ante eso no hay dudas.
No me dio tiempo a reaccionar cuando de repente un hombre,
vestido con un traje de chaqueta, se le acercó y, firme, preguntó: ¿qué es lo
que quieres? Me asusté. Por el tono de su voz, creía que iba a tratarle de un
modo violento y agresivo. El mendigo (odio esa palabra) respondió
entrecortadamente, como sin saber si era reprochable lo que estaba pidiendo:
“solo quiero comida”. El hombre, sin titubear, le dijo que se fuera con él, y
para mi sorpresa, ambos entraron en una cafetería que se encontraba justo a la
izquierda del portal.
Me enorgullecí a pesar de que no había sido yo la protagonista de tan generoso acto. Sentí de repente la sensación de que no todo estaba perdido, y de que aún quedaba hueco entre unos pocos para la más pura humanidad. Una humanidad que nos hacen creer día a día que está perdida, y que, sin embargo, en otros late con la fuerza más asombrosa. Ese pequeño gesto que, si todos hiciéramos con frecuencia, convertiría la desesperación y la tragedia en una sección indispensable en cualquier diario del país: las buenas noticias.
Me enorgullecí a pesar de que no había sido yo la protagonista de tan generoso acto. Sentí de repente la sensación de que no todo estaba perdido, y de que aún quedaba hueco entre unos pocos para la más pura humanidad. Una humanidad que nos hacen creer día a día que está perdida, y que, sin embargo, en otros late con la fuerza más asombrosa. Ese pequeño gesto que, si todos hiciéramos con frecuencia, convertiría la desesperación y la tragedia en una sección indispensable en cualquier diario del país: las buenas noticias.