lunes, 27 de julio de 2015

La librera de Goya




Hay personas a las que ves tan solo un segundo y ya sabes que se ha establecido una inusual conexión de la que es imposible zafarse. Personas que te sentarías a escuchar con los ojos abiertos como platos, concediéndole tu silencio como muestra de la más sincera admiración. 
Os hablaré de Ana.

Era un mes de agosto de calor insoportable, por lo que mis padres y yo decidimos ponernos rumbo al norte para disfrutar de temperaturas más bajas y de unos días viajando juntos. Ahí la conocimos a ella. Entre la multitud destacó una señora de pelo gris recogido con una especie de tupé. Sus ropas eran anchas con tonalidades oscuras, y su vitalidad, abrumadora. Enseguida se acercó a nosotros, como si tuviera la necesidad de quedarse a nuestro lado, como si también supiera que éramos desconocidos destinados a conocerse. 

Ana nos comentó que tenía una librería en el centro de Madrid (probablemente, la más antigua de la ciudad), y que había pasado ya por muchas generaciones de su familia, por lo que no podía dejarla pese a que el negocio no iba tan bien como cabía esperar. Ana trabajaba todo el día sin descanso, y cuando podía, normalmente los domingos, se decantaba por otro tipo de arte. Adoraba irse a un museo, o a un buen concierto de ópera, o simplemente a tomarse un café con una amiga para irradiarlo todo con su elocuente humor. Era una mujer soltera (por decisión propia), fuerte, de carácter intenso y adictivo. Un torbellino de recuerdos, alegrías y tristezas. 

Un día, nos desveló el verdadero secreto por el que no podía abandonar su librería: su padre. Con los ojos casi envueltos en lágrimas, nos contaba cómo lo admiraba y cómo lo quería. Él se encargó de la librería antes que ella, y le leía millones de cuentos cuando era pequeña, ayudándola a entender la esencia de las cosas. La pequeña Ana se abandonaba sentaba en sus rodillas, dándole la bienvenida a un mundo mágico por descubrir. Siempre he pensado que esa relación rozaba casi la locura, entendiéndose como tal un amor incondicional que desborda cualquier tipo de razón posible. Y Ana seguía hablándonos de él, con su mirada perdida entre los libros del ayer, entre recuerdos almacenados como si de un catálogo se tratase. Quizá mantener la librería fuese su forma de mostrar lealtad a su padre, ya sea por algún tipo de promesa o por puro gusto. Aunque me decanto por la segunda opción.

Ana era pura energía. Paseaba absorta en sus pensamientos, miraba cada rincón de las ciudades que visitábamos y admiraba el arte con todo su ser. De repente, nos buscaba con la mirada entre la multitud, y corría a nuestro lado. Y nos impregnaba de nuevo con vivencias relatadas como un cuento. Ella no hablaba como los demás, ella narraba, en verso o en prosa, eso no importaba. Y como niños, escuchábamos sus palabras, que siempre me parecieron bien escogidas y de un vocabulario amplísimo, lo que me generaba una cierta envidia sana. Pero eso ya es otra cosa.

La última noche que pasamos juntos en Galicia, noté a Ana un poco triste. Pero no lo dijo. Y tanto fue así que ni siquiera se despidió de mí, pese a que sé que se moría de ganas por hacerlo. Pero llevaba razón: hay veces en las que decir adiós es mucho más duro que no decir nada en absoluto. Y mis padres y yo nos quedamos, de una manera extraña e inexplicable, marcados por aquella intensa mujer que bien podía ser odiada y amada a partes iguales. 

Un día, pasados unos meses, fuimos a verla por sorpresa a Madrid. Ana no daba crédito, su felicidad era más que evidente. Nos abrazó como si fuéramos familiares a los que llevaba años sin ver, y emocionada nos preguntó por todo lo que habíamos hecho durante este tiempo, mientras nos enseñaba cada recoveco de su antigua librería, que nos pareció más vieja de lo que ella nos había contado. Al despedirnos, no me dejó marchar sin antes darme una libreta pequeña que sentí mía nada más verla: "Alevosía", decía la portada. Y la convertí en una caja de secretos que, aunque ella ni siquiera lo supiera, ambas compartiríamos. Yo, por escribirlos. Ella, por darme la materia prima y parte de la inspiración.

Por cierto, Ana nunca quiso hacerse una foto con nosotros. Puede ser por un total desprecio por el paso del tiempo, puede ser porque las fotos a veces nos muestran lo que ya no tenemos, y eso duele. No lo sé. Solo sé que, aunque ella no quisiera, yo tengo mi propio recuerdo robado: su retrato sonriendo, amando la vida con todas sus fuerzas y toda su esencia. Esa es Ana. Ojalá algún día os crucéis con ella. 


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