lunes, 28 de octubre de 2013

Arrugas

La vejez es esa etapa de la vida que inunda de miedos e inseguridades, pero que es necesaria, más bien un milagro. Sin ella, no habríamos cumplido cada una de las fases que nos tienen preparadas. No llegar es sinónimo de haber perdido el don de la existencia con anterioridad. Y eso, lamentablemente, indica que nos hemos quedado en el camino.

No puedo hablar de lo que no he vivido. No puedo hablar de la soledad, de la sensación de haberlo perdido todo, ni de lo que es vivir aferrada al recuerdo de lo que un día fui y ya no volveré a ser. No puedo describir qué se siente al abrir los ojos por las mañanas, mirarme las manos y adivinar una arruga nueva. Una cicatriz que la vida deja en la piel humana, como signo que muestra el haber pasado por todos los altibajos. Premios que recibimos al haber superado todas y cada una de las pruebas a las que se nos somete.No es fácil.


Es imposible explicar lo que no se tiene. Pero sí puedo entenderlo mirando en los ojos de esos maravillosos ancianos, el libro que deberíamos leer y releer sin cansarnos, comprendiendo que ellos son todo lo que un día seremos, la clave del sino humano y el más preciado objeto de adoración. Las páginas que el tiempo no convierte en blancas, y cuya tinta permanece intacta, aún fresca, en más de un corazón.


Siempre he creído que los abuelos son los más apasionantes cuenta-cuentos, como si hubieran recibido eternas lecciones de cómo dejar boquiabierto a un niño con relatos tan reales como su propia vida. Eso pude comprobar el otro día al asistir a uno de esos espectáculos que dejan sin aliento hasta al ser más insensible...



El lugar es ese edificio hostil que conmueve y refleja lo más duro de esta etapa: una residencia de ancianos. Al entrar por la puerta, pude observar cómo en la entrada había personas mirándome como si fuera la gran salvadora, la joven mujer al rescate, el reflejo de lo que un día ellos fueron. Los miré, sonriendo. Una anciana me llamó, acudí y me tomó de las manos. No pude más que arrodillarme ante ella y mirarla frente a frente, para que sintiera en mi aliento el apoyo y la comprensión de quien tanto aún tenía que aprender.

A sus 95 años (96 en diciembre) su mente rebosaba una espléndida calma. Sus recuerdos brotaban como por arte de magia, y sus ojos brillaban como una luciérnaga en la noche. Ella era mágica. Me preguntó mi nombre y sonrió. Le gustaba. Le pregunté cómo se encontraba allí, si era feliz. Y asistí a un diálogo que enseña más que cualquier colegio.


- Mira, cariño, yo ya tengo una edad. Mi cabeza está de maravilla, el problema es que mi cuerpo no responde. Es lo normal. Yo solo te pido una cosa, por favor.

- Lo que usted quiera, señora.
- Solo quiero que me llevéis a misa a las 6 de la tarde. No la hagáis sin mí, por favor, avisadme. Llevo yendo a misa desde los 9 años, cuando hice mi Primera Comunión, y quiero seguir acudiendo hasta que me muera.
- Por supuesto, faltaría más. Allí estará la primera, no se preocupe.
- Mira, yo sé que a mi edad ya no tengo mucho más que aportar a la tierra. Por eso creo que si Dios me ha traído hasta aquí, es por algo. Así que solo puedo esperar a que Él decida llevarme. Sé que ahí arriba puedo ayudar muchísimo más que aquí, ¿me entiendes?

Solo pude callar y asentir. Por supuesto que la entendía. Su fe era superior a cualquier otra cosa que jamás hubiera visto. Era abismal, era como un terremoto que sacude todo a su paso, pero sin causar daños ni perjuicios. Apoyada en sus piernas, la agarré fuerte de las manos, y ella recibió mi calor con alegría. Me despedí con una extraña pena. No quería irme. "Gracias por haber venido", me dijo, sin conocerme si quiera.


Y lo que ella no sabía es que la eterna agradecida sería yo. Porque con sus palabras, que fluían de su pecho, me hizo saber qué era la adoración. Me hizo admirar de verdad a un ser humano, y me convirtió en su mayor fan. Sin saberlo. Me enseñó qué era el respeto sin darme lecciones, y me llenó de amor. Ese que solo se siente ante la grandeza.


Ellos son lo más importante. Los más sabios profesores. Los únicos que saben qué es el error o el acierto. Ellos son...inmortales. Siempre inmortales en todas las almas que, sin darse cuenta, un día tocaron.






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