Fue un
día de playa, uno de esos increíbles días de playa que van anunciándote un
verano que aún no ha llegado pero que está a las puertas. Un día aparentemente
normal.
Mi
amiga y yo estábamos tomando el sol tranquilamente, charlando, cuando de
repente una preciosa mujer mayor que paseaba a su perro se paró frente a
nosotras. La conversación comenzó diciéndonos que éramos guapísimas y que le
parecíamos perfectas para su nieto, que era de nuestra edad. Nosotras reímos y
le agradecimos el piropo sin saber lo que ella estaba a punto de confesarnos.
Hay
veces que las personas tienen ganas de
hablar, de hablar y punto. Y quién mejor que dos desconocidas para abrir tu
corazón y para sacar dentro de ti todo lo que llevas dentro. Empezó hablándonos de su nieto pero puedo
aseguraros que tras una hora de conversación pude llegar a conocer a aquella mujer, a
través de cada una de las palabras que mencionó, más de lo que jamás hubiera creído.
Así,
nos contó que llevaba casada con su marido desde hacía bastantes décadas y que, aunque la
relación no era igual que al principio, estaba contenta. Y es ahí donde radica
la clave: en el principio. Nos lo desveló, sin que nosotras lo pidiéramos. Pero
sabía que queríamos escucharlo. Y os lo contaré más adelante.
Nos
comentó que tenía un hijo con el que no mantenía ninguna relación y del que no
sabía nada desde hacía años, hasta el punto de no haber visto crecer a sus
nietos por culpa de, como en muchos
casos ocurre, su “nuera”, si así puede llamársele. Pero lo contaba con una
fuerza en los ojos que parecía que el paso de los años hubieran transformado el
sufrimiento en pura cotidianidad. En
pura coraza.
Aquella
gran persona nos explicó, del mismo modo, su capacidad para captar la atención
de los pequeños. Y en ese momento tuve que sentirme muy muy pequeña porque solo
podía oírla hablar a ella: el resto del mundo se había parado para mí.
Comentaba que una vez fue al hospital
con su hija y, mientras estaban en la sala de espera, vio cómo un niño gritaba
a su madre y la insultaba delante de todos. Ella se levantó y se acercó al
niño. Sin más, le dijo lo siguiente: “Tu madre es la persona que más te quiere
en este mundo. ¿Cómo puedes insultar y pegar a la mujer que está dispuesta a
darlo todo por ti? ¿Tú sabes lo mal que ella lo pasa? Por favor, date la vuelta
ahora mismo y ve a pedirle perdón a tu madre. Ella no se merece que la trates
así”. Sin mediar palabra, el pequeño, con los ojos como platos, se dio la
vuelta y dijo: “Perdóname mamá, te quiero mucho”. Y la abrazó. Sobran las palabras.
También
confesó el amor que tenía a las playas de El Portil (mi rincón favorito en todo
el Universo), donde le gustaba pasear con su perro al atardecer y mirar a la
gente. Allí, en aquel mágico lugar, solía escribir sola, relajada, justo en el
momento en que la inspiración llegaba. Pero por circunstancias de la vida dejó
de hacerlo y la animamos de corazón a que lo hiciera de nuevo, porque realmente valía para ello (nos leyó
alguno de sus escritos con toda la ilusión del mundo, y nos demostró de nuevo,
y casi sin quererlo, que su sabiduría no
era algo abstracto ni discutible).
Y aquí
viene su historia de amor. Como si esa brisa que desfilaba el mar la llevara a revelarnos
un secreto, su secreto.
Ella
era una de las pocas chicas que estudiaban en la época y él era prácticamente
un analfabeto. Se fijó en ella y por
ella luchó. Intentó por activa y por pasiva conseguir un mínimo de atención y,
cuando esa fase concluyó, peleó por la más importante y definitiva de todas: el
beso.
Ella se
resistía por dos razones: en primer lugar, no se sentía lo suficientemente
preparada y además estaban en plena
época franquista, en la que besar a alguien se convertía, sin más, en delito.
Todos tenían miedo, y ellos dos más. Lo extraño es tener miedo a demostrar el
amor. Extraño y triste, muy triste. Por
ello ninguna ocasión era buena.
Una vez se sintió preparada, tomó la decisión. Haciendo ego de su cultura le dijo
a su futuro marido en un parque unas palabras poco frecuentes para la época: “KISS
ME”. Él, como era de esperar, no
comprendió nada y le pidió que le explicara el significado, a lo que ella,
coqueta, respondió: “Avísame cuando hayas descubierto qué significa”.
Al día
siguiente quedaron, y él la escondió tras un árbol. Y sin más, la besó. Y ahí
comenzó su historia de amor, una historia que espero que dure hasta el día de
hoy, porque ella lo merece. Porque ni aquella mujer ni sus experiencias han
conseguido desaparecer de mi memoria. Y es que, cuando algo vale la pena... tu mente
lo sabe, y lo almacena. Sin más.
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