jueves, 29 de septiembre de 2011

Latido del corazón


Escuchando el latido de mi corazón surgieron en mí pensamientos, como salidos de cada litro de sangre bombeada. Pude comprender que todo, absolutamente todo lo que hoy somos depende de esta máquina constante, la única, junto al viento, el mar y el espacio en términos absolutos, que funciona de por sí, sin mecanismos ni ayudas externas. Reconocí la importancia de sus decisiones, años de duro trabajo que finalmente se reducen al reposo eterno. Entonces supe que él era el Dios verdadero, el Dios de todo ser vivo. Por lo que comencé a valorar cada respiración.  Eso me llevó a admirar cada nueva mañana en la que podía ver el sol surgir tímidamente tras las desgastadas rejillas de mi persiana. Me levanté y sacudí la cabeza y, con ropas raídas y descuidadas, acudí al estreno de una nueva puesta de sol. Maravilloso filmograma que, aun sin variaciones, no nos cansamos de ver una y otra vez. Para así asegurarnos de que el mundo sigue girando. Me invadió tanta belleza que lamenté no poder estar a la altura de poder asumirla tal como era, quizá por el simple hecho indefactible de ser humana. Sentir el aire en mis pulmones pasó de ser pura rutina a ser digno de toda admiración mía, y el sol sobre mi piel tostada renovó la energía precisa para hacer frente a ese milagro que era estar viva. Me sentí tan indefensa que quise comerme el mundo entero en tan solo un segundo. Mis ojos debían ver cada rincón del único planeta al que tenía acceso, conocer sus gentes, sus culturas, sus paisajes y el modo que tuvieran de expresar su realidad, muy diferente a la mía, a la par que equivalente, por supuesto. Nadar sobre un océano y sentir el agua pesada sobre mis hombros para así también yo poder fluir, como ella, como la vida, que en definitiva es agua. Deseé con todo "el latido de mi corazón" pasar el frío más insufrible posible, y el calor más asfixiante que pudiera existir. Andaría sin rumbo fijo bajo una lluvia refrescante para sentir sus gotas en cada milímetro de mi piel. Adiviné que teníamos el derecho, por naturaleza, de experimentar todas las sensaciones posibles, como si hubiera dentro de nosotros un hueco para cada una de ellas. De repente, me quedó grande mi naturaleza y quise sacar partido de ella. Por ese mismo motivo, ansié con toda mi alma que mi corazón fuera un trabajador nato, amante de su tarea, y que nunca le diera por jubilarse. Y abandonarme. Y abandonarse. Y abandonarnos. Vivamos mientras la magia siga existiendo, mientras continúe el latido.

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